No, no fue un buen año. El 2018 fue un año en el que se amontonaron las nubes tormentosas. En todos los niveles: económico, ecológico, político y social.
Se hizo dolorosamente claro que el cambio climático no es sólo un problema para nuestros nietos. Los desastres climáticos aumentaron, incluso en EE. UU. donde, en medio de incendios forestales e inundaciones, el presidente continuó afirmando que no pasaba nada, que ningún cambio drástico es necesario, que, por el contrario, más carbón tiene que ser consumido.
Y el nuevo presidente de Brasil está dando luz verde para una venta al por mayor de la selva amazónica. Alucinante. Lo que se está haciendo contra las causas es tan ridículamente pequeño en comparación con la magnitud de la amenaza que no se puede esperar que el clima sea menos extremo este año y tal vez sea más problemático.
A nivel social, una de las cosas que más me impactó fue el crecimiento visible de la brecha entre ricos y pobres. En Nueva York, veo más mendigos casi todos los días mientras que más y más torres brillantes arañan las nubes, con apartamentos de lujo a veces vendidos por más de cien millones de dólares. En Los Ángeles, vi campamentos de carpas de personas sin hogar que ocupaban infinitas aceras. Presencié lo mismo en Europa: los pobres cada vez más pobres, más gente se vuelve pobre y los ricos se hacen cada vez más ricos. En la mayor parte del del mundo, este proceso ha ocurrido más rápidamente.
La creciente brecha es una consecuencia lógica de la gestión de la crisis. La creación masiva de dinero fue el motor de la recuperación de la economía mundial después de “la gran recesión”. La mayor parte de esos billones se destinaron a la oferta: empresas, bancos e inversores. Los países que se aventuran a favorecer la demanda arriesgan la fuga de capital y la inflación galopante. Esta estrategia de “goteo” funcionó, hasta cierto punto. La recuperación se ha estado dando durante un tiempo relativamente largo. Pero si la pobreza y la sensación de amenaza e inseguridad aumentan tan fuertemente durante la recuperación, ¿qué podemos esperar cuando la economía vuelva a estrellarse?
Bailando sobre la cuerda floja
El re-avivamiento comenzó a chisporrotear en 2018. El crecimiento se desaceleró en todas partes, excepto en los EE. UU. Pero incluso allí, la droga del dinero barato y los recortes de impuestos está perdiendo su efecto. Los inversionistas están nerviosos buscando la seguridad, con violentas oscilaciones del mercado de valores como resultado. Los “países emergentes” que fueron los primeros con viento popa después de la recesión, se están desangrando en el suelo. La montaña de la deuda se está volviendo demasiado alta, su crecimiento debe reducirse. Los bancos centrales se enfrentan a un dilema: deben frenar los préstamos, aumentar el precio de los mismos, pero eso conlleva el riesgo de iniciar una recesión. Pero si no lo hacen, si dejan la tasa de interés cercana a cero, entonces podrían posponer la recesión, pero con el tiempo esta golpearía más duramente. Y ya no pueden bajar sustancialmente las tasas de interés si la recesión amenaza con provocar un colapso. El que tengan éxito en el 2019 para mantener a la serpiente de la recesión en su canasta con virtuosas fluctuaciones de las tasas de interés, aún está por verse. China ya se está tambaleando. Todas las predicciones oficiales (del FMI, de la OCDE, del Banco Mundial, etc.) preveen un menor crecimiento en el 2019 que en el 2018. Nouriel Roubini, uno de los pocos economistas que predijo la recesión del 2008, espera una nueva recesión en 2020. Eso les daría a los políticos un poco de tiempo. Pero ¿para hacer qué?
Para los políticos, el contexto económico implica muy poco espacio para maniobrar. Al menos en lo referente a las políticas. La retórica es otra cosa. Todo país está obligado a hacerse atractivo para el capital. Atraer y retener capital es necesario para hacer crecer el capital, obtener ganancias, crear empleo. La derecha y la izquierda están de acuerdo en eso. Su disputa es sobre el nivel de impuestos, que debe ser agravado y cuanto, y como deben gastarse los ingresos. La izquierda dice que quiere reducir la brecha entre ricos y pobres, la derecha dice que quiere reducir la carga fiscal. Establecen diferentes prioridades, pero la realidad económica hace que las diferencias sean cada vez menores. Incluso cuando un partido de izquierda llega al poder, como Syriza en Grecia, está obligado a seguir una política “de derecha”: reducir el gasto social y hacer que el régimen fiscal sea más atractivo para los propietarios de capital.
La globalización, la automatización, la austeridad: los políticos, como administradores o aspirantes a administradores del Estado, no se pueden oponer a eso en la práctica. La necesidad de crecer del capital establece las líneas básicas. Los políticos hacen girar sus historias dentro de este marco.
Y, sin embargo, en 2018 surgieron fuertes desacuerdos políticos. Sobre el Brexit, por ejemplo, y sobre las tarifas de Trump. Un no-acuerdo del Brexit ó un incremento de la guerra comercial contra China podrían desencadenar la recesión este año. Pero parece más probable que el “no acuerdo” se evite a último momento y que Trump disminuya la escalada. Tal vez sea su instinto el aumentar imprudentemente las apuestas en su juego de póker con China, pero el mercado de capitales lo obligará a frenarlo rápidamente. No sería la primera vez. Recientemente anunció la “retirada inmediata” de las tropas estadounidenses en Siria. Pero ahora, “de inmediato” se ha convertido en ”en cuando estamos listos”. Trump se refirió repetidamente al TLCAN, el acuerdo de libre comercio con Canadá y México, como “el peor tratado comercial en la historia de los Estados Unidos” y luego concluyó un acuerdo con los países vecinos que reconfirmaron implícitamente el TLCAN con excepción de algunos pequeños cambios. En todo caso, Trump es empujado por lo que él mismo llama “el Estado profundo” al “camino recto”, cuando se desvía demasiado de él. El Brexit y la guerra comercial con China en el 2019 probablemente también serán más un espectáculo que un cambio real.
El chivo expiatorio
La crisis económica y los desastres climáticos están llamando a la puerta y ni la izquierda ni la derecha tienen una solución. En cuanto a la crisis climática, la derecha esconde su cabeza como el avestruz, mientras que la izquierda redacta acuerdos que son arena al viento. A nivel económico y social, tampoco tienen una alternativa real. Quieren aumentar los gastos A y reducir los gastos B y viceversa, como si eso cambiara algo fundamentalmente.
Uno podría pensar que la falta de opciones conduciría a una armonía emocionante entre los políticos, pero ocurre lo contrario. El tono del debate político se ha vuelto aún más amargo en el 2018. Aún más duro, más mentiroso. Precisamente porque no hay diferencias fundamentales en la política socioeconómica, se enfatizan las diferencias simbólicas. En el 2018 y, sin duda, también en este año, el tema principalmente utilizado para esto es la inmigración.
No es que la inmigración no sea un problema real. El hecho de que tantas personas se vean obligadas a abandonar su entorno familiar y estén preparadas para enfrentar los peligros más grandes para llegar a un lugar donde puedan tener alguna esperanza de futuro, muestra cuan miserable y desesperada se ha convertido la vida en muchos lugares del mundo. Esto sucede, entre otras cosas, precisamente porque la economía es muy eficiente: gracias a la automatización y la globalización, la producción requiere cada vez menos tiempo de trabajo, y cada vez más personas se vuelven “superfluas”. Por supuesto, hay un efecto de succión que atrae a los “superfluos”, los más emprendedores entre ellos, a los países donde se concentra el capital; donde todavía hay una demanda de fuerza de trabajo.
Pero, de hecho, también en este tema, existe un amplio consenso entre la derecha y la izquierda. Ambos aceptan la necesidad de una inmigración controlada. La economía occidental necesita inmigrantes pero con moderación. Casi todos los políticos están en contra de las “fronteras abiertas” y, en teoría, también en contra de los malos tratos a los refugiados. Que hay diferencias dentro de ese consenso sobre lo que esto significa en la práctica es cierto, sin duda. Pero las líneas principales están establecidas.
La democracia liberal es el reflejo político de la economía de libre mercado. Las empresas grandes y pequeñas compiten por el mismo mercado, por los mismos votantes. Venden ideología, sentimiento y personalidades. Venden una marca. Las empresas más pequeñas están buscando su posición. Todos quieren, en primer lugar, crecer, al igual que las empresas comunes. Por esta meta, actualizan constantemente su perfil. La proximidad de las diferencias básicas hace que busquen símbolos con una fuerte resonancia emocional. El debate migratorio es muy adecuado para esto. Genera emociones violentas que pueden determinar en alto grado el comportamiento electoral. Los candidatos para el cargo probablemente recibieron de sus encuestadores, gráficos que se parecen a esto:
(la línea ”A” expresa la empatía con los inmigrantes, la línea ”B” el miedo por los inmigrantes y la línea curva el número de votos que pueden ser esperados)
Sobre esta base pueden elegir sus consignas y símbolos. Nada puede ilustrar mejor la naturaleza simbólica de sus disputas que el actual estancamiento político en los Estados Unidos sobre el muro de Trump. Para los inmigrantes indocumentados, ese muro solo sería un obstáculo más en su carrera de obstáculos. Una escalera de $ 25 sería suficiente para eliminarlo, como lo señaló el ex presidente mexicano Vicente Fox.
Para lograr el objetivo establecido – detener la inmigración ilegal – es un medio particularmente ineficiente. Eso es bueno para la economía estadounidense, para el capital, porque necesita a los indocumentados. El propio Trump tiene empleados indocumentados en las cocinas y en los terrenos de sus clubes de golf en Florida y Nueva Jersey. Pero el muro es un símbolo que dice: nuestra propia gente primero, los extranjeros afuera. El muro evoca protección, contra el mundo exterior, contra un futuro incierto. El muro es un puño, un guante de boxeo, un monumento a la América blanca. Un termómetro que mide el miedo al futuro.
El cierre parcial del sector público como resultado de esta disputa pronto le costará a la economía estadounidense más de los 5.700 millones de dólares exigidos por Trump para su muro.1 Sin embargo, el hecho de que los demócratas no se movieran muestra que el muro, que es solo un detalle en el presupuesto federal en su conjunto, también es un símbolo importante para ellos, permitiéndoles perfilarse en valores que son importantes para muchos votantes: anti-racismo, empatía por los refugiados, etc.
No estoy diciendo que los símbolos no son importantes. Manipulan los pensamientos. Tejen una historia en la que la gente quiere creer. Existe un amplio y profundo deseo de un punto de ruptura con el status quo, de un futuro diferente al que parece venir. Los políticos no tienen nada que ofrecer al respecto. No tienen una estrategia plausible para escapar de la crisis del sistema. No es de extrañar, entonces, que la tendencia en aumento sea un objetivo en la mira, un chivo expiatorio que pueda ser perseguido en el desierto, llevándose consigo todos los pecados. Los inmigrantes, especialmente aquellos con un color de piel, idioma y religión diferentes, son ideales para ese rol.
Es un discurso que nos enseña a pensar en términos de “nuestra gente” y “el enemigo”. Es una preparación implícita de guerra. “¡No nos reemplazarán!”, gritaban los fanáticos de Trump en las manifestaciones de derecha. Algunos de ellos cambiaron esto por “los judíos no nos reemplazarán”. La identidad del enemigo puede cambiar – China es un candidato más probable que los judíos en ese sentido – pero la historia sigue siendo la misma.
El objetivo de los políticos que utilizan este discurso es, por supuesto, ganar el poder y vincular ideológicamente a la población para poder explotarla mejor. Viktor Orban, uno de los anti-inmigrantes más extremo entre los líderes europeos, pensó que había tenido tanto éxito que podía imponer trabajo forzoso a los trabajadores húngaros. La resistencia que surgió contra su “ley de esclavos” fue uno de los pocos puntos de luz en el 2018. Está por verse si esa resistencia es lo suficientemente masiva y radical como para hacer retroceder a Orban.
Un punto de luz
Un punto de luz más brillante fue y es el movimiento (aún no extinguido) de los “chalecos amarillos”. La clase trabajadora ha estado durante demasiados años bajo la apisonadora del “neoliberalismo”, una política impulsada por la búsqueda sistemática de menores costos laborales. El movimiento de los chalecos amarillos es, en primer lugar, un rechazo masivo a continuar sufriendo esta situación.
Surgió de forma espontánea, no planificada ni organizada por un partido o sindicato. Desde el principio, los chalecos amarillos resistieron su interferencia. No toleran líderes que pretendan hablar y negociar en su nombre. Su lucha no es democrática, es un rechazo a las estrategias electorales. La mayoría de ellos puede haber votado por la izquierda, la derecha o el centro, pero no esperan que sus “representantes” hagan las cosas bien, sino que confían en su propia acción directa. Y en esto, no importa por quién se votó, si se votó o no, a qué sindicato se pertenecía, si se estaba empleado o desempleado. Las personas se reunían en sus vecindarios con otras personas que solían ignorar. Se forjó una unidad, a pesar de las diferencias, a menudo considerables, de orígen social y opiniones políticas.
El movimiento no respetó la democracia y no respetó la ley. Entendió que las leyes están allí para reprimirlos y las rompió en muchas ocasiones. Es cierto que los “casseurs” entre ellos a veces participan en actos inútiles de destrucción al azar. A menudo, los chalecos amarillos más serenos tratan de frenarlos. Pero los chalecos también ven la violencia del otro lado, y en las confrontaciones con las brutales “fuerzas de orden”, los ”casseurs” están entre los más valientes. El gobierno y los medios de comunicación utilizan sus excesos para representar a todo el movimiento como una banda de matones. Además, los acusan de estar inspirados y avivados por la extrema derecha. Pero a pesar de esta propaganda, según las encuestas, una gran mayoría de la población en Francia continúa apoyando al movimiento. Eso demuestra la profundidad del descontento.
Por supuesto, hay personas entre los chalecos amarillos que tienen ideas de derecha y están en contra de los inmigrantes. Los chalecos amarillos han saltado a este conflicto con todo el bagaje ideológico que ya tenían. La lucha común cambia su punto de vista, pero no podemos esperar un milagro. Cuando la lucha se debilite, lo que ahora parece estar sucediendo, la presencia de la extrema derecha y la extrema izquierda probablemente se volverá más marcada. Hay algunas ganancias para ambos cuando la lucha pierde fuerza y la falta de resultados concretos lleva a los decepcionados chalecos amarillos a la arena electoral.
Aquí no hay lugar para el triunfalismo. Sí, la lucha fue masiva y radical. Pero no se extendió a los lugares de trabajo, donde se encuentra el verdadero poder latente de la clase trabajadora y donde el capitalismo es más vulnerable. Sin forjar ese enlace, no se puede ir más allá. Y, sí, inspiró resistencia en otros países, pero muchos chalecos amarillos continuaron blandiendo la bandera nacional y no pudieron ver que su lucha debe ser internacional.
Entonces ¿Vale la pena? ¿Qué habrá logrado el movimiento? Concretamente no mucho, me temo. Sin embargo, fue – quizás – un paso no insignificante hacia un mundo mejor. Eso es lo que quieren los chalecos amarillos. Un mundo mejor, un mundo para la gente, no para el capital. No saben como llegar, sólo saben que el camino actual no conduce a esto. Entonces, fueron honestos cuando no hicieron ninguna demanda específica, excepto por la dimisión de Macrón (esto último nuevamente por el simbolismo, no porque cambiara algo). Pero en cientos de reuniones de chalecos amarillos hubo muchas discusiones acerca de como podría organizarse el mundo de manera diferente. Todo tipo de ideas circularon y las más populares (“¡más plesbicitos!”) no fueron necesariamente las mejores. Pero al menos intentaron lo que los proletarios de todas partes, en el 2019 y en adelante, tienen que hacer colectivamente para sobrevivir: imaginar un mundo diferente. Es un comienzo. Masivo, radical y cuestionador: con suerte veremos más de esto en el 2019.
Sander
17/01/2019
1 El hecho de que tantos empleados del sector público tuvieran que recurrir tan rápidamente a los bancos de alimentos y otras organizaciones benéficas para sobrevivir ilustra lo que escribimos anteriormente sobre la creciente brecha entre ricos y pobres y la creciente carga de la deuda sobre los consumidores.